lunes, 1 de diciembre de 2008

Los amores juveniles son así. Obsesivos, absolutos: a todo o nada. Lo terrible es que me siga comportándo de esa manera. Lo doloroso es que definitivamente así se quede uno: siendo una maldita obsesiva. Supuse que tenía que superarlo… pero nada parecía cambiar. Seguía en mi cabeza. Lo perseguía, lo buscaba. Me sentía necesitada: de su voz, de sus palabras silenciosas, de sus miradas. De mis inventos. De eso vivía: de la personalidad que le compré, de un futuro ideal juntos. En mi cabeza podíamos ser felices y no entendía por qué no se concretaba mi sueño. Me enojé con dios y con el mundo. Dejé de creer en el Ser Divino y empecé a maldecirlo. “Si Dios existe, no puede estar haciéndome esto”. No pensaba que Dios estaba ocupado en cosas más importantes, porque definitivamente, para mí a los quince años, no había algo más importante que el. Y el y mi salud mental iban de la mano, irremediablemente. Así como también: su falta y mi depresión eran mejores amigos.

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